Despertar

Lentamente en la calle la vida iba despertando mientras que los primeros albores del día ya empezaban a clarear la mañana. Un nuevo día empezaba. Cerré los ojos, hinchados de tanto llorar, escocían. Notaba en los huesos, especialmente en aquellos que alguna vez tuve rotos, que había refrescado, siempre refrescaba en esta época en las horas previas a la salida del sol. No me atrevía ni a moverme. Estaba en una de las esquinas de la cama en posición fetal, la sábana era lo único que tenía como abrigo. Si pudiera dejar de respirar con tal de evitar despertarle, lo haría. Ahora me costaba más trabajo respirar, me dolían las dos costillas que tenía rotas, ya estaban prácticamente bien, pero notaba cierta molestia al respirar.
Sentí el colchón moverse, crujir debajo de su cuerpo. Apreté los ojos mientras rogaba que no se hubiera despertado ya. Era domingo, el despertador no estaba puesto, pero era la hora de que sonara todos los días para ir al trabajo. Un débil olor a tabaco mezclado con alcohol y a algo nauseabundo que no fui capaz de identificar llegó a mi nariz. Era imposible que en el estado en el que se acostó anoche, se despertara hoy temprano. Falsa alarma, solo estaba cambiando de postura mientras dormía. Respiré todo lo aliviada que me permitían mis costillas, por lo menos me quedaba otra hora de tranquilidad, lo que tardarían los niños en despertar. Y debía de adelantarme a ellos para que no hicieran ruido.


Los minutos fueron pasando lentamente, pegué mis rodillas más a mi pecho, abrazando mis piernas, intentando darme un poquito de calor. El colchón detrás de mí volvió a crujir, y entonces sentí cómo una de sus manos se posaba en mi cadera. Todas las partículas de mi ser se estremecieron, huyendo del contacto de su mano, mas ni un solo músculo moví. Era repugnante sentir aquella mano encima de mí, pesaba como si fuera plomo. Tragué saliva, esperando que esa mano iniciara algún recorrido por mi piel, ahora con el vello de punta ante la alarma y el frío. Nada, otra falsa alarma, seguía durmiendo. si hubiera podido quitar esa mano de encima de mi cuerpo la habría quitado, pero no me moví, allí la dejé. Mi mente vagó casi inconscientemente por los recuerdos de cuando el contacto de aquella mano me hacía palpitar de deseo, siendo lo que más ansiaba en el mundo. Aquellos años en los que fuimos una pareja feliz, y era yo quien cogía esa mano y la posaba en mi cadera, y le indicaba el camino que debía seguir. Con ese recuerdo me reí internamente de mí y de mi suerte. Y de cómo aquella mano había pasado de ser la de mi amante a ser la de mi posible verdugo.


Volvió a girarse detrás de mí, quitando por fin su maldita mano de mi cuerpo, arrastrando con él las mantas y el trocito de sábana que me cubría. No me importaba pasar ese frío con tal de disfrutar unos minutos más de este momento de paz que me quedaba. En cuanto se despertara mi infierno volvería a ponerse en marcha. Y mis hijos no debían, no podían notar nada de ese infierno, ellos no tenían la culpa de nada. La única culpable era yo, y solo yo.

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