BELLA
Ríos de lava,
Que se arrastran como serpientes,
Recorren mi cuerpo.
Compungida mi cara
Aprieto los dientes,
Ni un solo lamento.
Atravesado por una espada,
Mi corazón, incipiente
Camina hacia el averno.
Mi sangre se para
La ponzoña la hiere
Quemándome por dentro.
Ya he muerto.
-Ya
puedes abrir los ojos y bajar cari, ya hemos llegado.
Nuestros
cuerpos ya no estaban en movimiento. Una ligera brisa, helada por las fechas en
las que estábamos, jugaba a su antojo con mis cabellos. Lentamente fui abriendo
los ojos, y me encontré en medio de un hermoso claro en el bosque, junto con
toda la familia Cullen y doce enormes lobos. Edward soltó delicadamente mis
manos de su cuello, con lo que me permitió apoyar los pies en el suelo. Al
verme allí el recuerdo de la pesadilla que había tenido días antes me golpeó.
Era un paraje muy parecido al de mis sueños, demasiado parecido. La misma
compañía, toda la familia Cullen, y más allá, sin querer mezclarse con
nosotros, pero a nuestro lado, los lobos gigantes en los que eran capaces de
convertirse el novio de Mia. Un radiante sol se desplegaba por todo el claro,
reflejando los destellos de cada rayo por todas las superficies que tocaban. En
especial por la piel de los vampiros, haciéndolos aún más hermosos, más
atractivos; y más inalcanzables, más… peligrosos, podría decirse.
-Bella
–Carlisle estaba dando algunas instrucciones, sobre todo a los lobos gigantes,
y en cuanto llegamos se dirigió a mí–, no te separes de Edward por nada del
mundo, y mucho menos de nosotros. Los vampiros a los que estamos esperando se
alimentan de sangre humana y no van a tener ningún reparo en hacerlo con la tuya
si tienen la oportunidad –asentí con la cabeza, aun sin ser consciente del
peligro que me acechaba.
-Cari,
¿recuerdas los dos vampiros que os atacaron en Denver? –Edward me había
agarrado por la cintura, y atrayéndome hacia él, intentó hacerme ver qué clase de
vampiros estábamos esperando–, pues éstos son mil veces más peligrosos. Pase lo
que pase, no te alejes de mí.
Volví
a asentir con la cabeza. Él me atrajo hacia sí y me dio un casto beso en los
labios. Estaba tenso y preocupado. Nadie sabía cómo íbamos a salir de esta, si
es que salíamos.
Carlisle
se alejó de nosotros, y siguió dando instrucciones. Hablaba de una tal Jane que
tenía un poder que la hacía invencible. Era capaz de matarte de dolor por
dentro con tan solo pensarlo. Y también habló de un tal Felix, describiéndolo
como una mole enorme, fuerte, más incluso que Emmet. También nos habló del don
del propio Aro, comparándolo con el de Edward, pero con el inconveniente de que
él tenía que estar en contacto con la persona para poder leerle la mente. Había
más miembros en las filas de los Vulturis con otros poderes tan increíbles como
todo lo que me estaba rodeando en ese momento. Agarrada a la mano de Edward,
que reposaba sobre mi vientre, apretándome fuertemente contra él; hice un
pequeño repaso de todo, ignorando lo que Carlisle estaba aconsejándonos.
El
frío y duro brazo de Edward rodeándome, después de que fuera certificada su
muerte en el accidente de avión, era una prueba irrefutable de que todo esto
era real. Tan real como que se había convertido en un vampiro, y estábamos
rodeados de gigantescos hombres-lobo. Y si Carlisle aseguraba que estos seres
de leyenda tenían esos dones, desde luego que no sería yo quien se lo negara.
Todo, absolutamente todo lo que me rodeaba era real, como el peligro que se nos
acercaba y que amenazaba todas nuestras vidas.
Comprendí
que, tal vez, estas serían las últimas horas que pasaría al lado de Edward, y
eso desde luego que estaba por encima de todo, por muy sobrenatural que fuera.
Miré a nuestro alrededor, y no muy lejos había una piedra enorme, lisa, blanca.
Lo suficientemente lejos para darnos algo de intimidad; y suficientemente cerca
para no alejarnos de la protección del grupo.
-Edward
–me separé de él, lo suficiente para poder mirarle a los ojos–, me gustaría
estar a solas contigo hasta que vengan.
-Cari
–sus ojos dorados se enternecieron, tomando un aire triste–, eso no es posible,
no estaríamos a salvo si nos alejáramos de aquí.
-Ven
–tiré de él hacia la piedra, señalándola–, ahí no estaremos alejados, por
favor.
Enseguida
comprendió mis intenciones, y con una sonrisa en su cara, que no llegó a
iluminar sus ojos, me siguió hasta la piedra. Se sentó y agarrándome de la
cintura me acomodó en su regazo, rodeándome con sus fornidos brazos,
acunándome. Yo me acomodé sobre su pecho, y de espaldas al resto pasamos así
las pocas horas que tardaron en aparecer los Vulturis.
Muchos
fueron los recuerdos que durante ese tiempo pasaron por mi mente. Y en todos,
el protagonista era él. A pesar de todo lo que me había tocado vivir, ahí
estaba, entre sus brazos. Un lejano recuerdo de todo el dolor que pasé cuando
lo perdí cruzó mi corazón, pero bastó acercarme más a él para desecharlo.
-Cari,
¿Estás bien? –sintió el dolor que en esos instantes perturbaba mi corazón, y
con uno de sus abrazos intentó reconfortarme.
-Sí.
Es solo que,… estaba recordando todo lo que hemos pasado juntos.
-Daría
todo lo que tengo por poder, solo por esta vez, entrar en tus recuerdos, y
volver a ser consciente de todo lo que compartimos antes de mi conversión.
No
hicieron falta más palabras entre nosotros. El simple contacto de nuestros
cuerpos, los besos que nos dábamos, el olor del otro; era todo lo que
necesitábamos en las que, probablemente, serían nuestras últimas horas juntos.
Nos necesitábamos tanto, nos trasmitíamos tanto con una sola caricia, que
aquellas pocas horas fueron las más intensas de nuestra relación. Éramos lo que
siempre habíamos querido ser, dos cuerpos unidos por un solo corazón, un solo
sentimiento. Si los Vulturis aparecieran en ese mismo instante de la nada y acabaran
con nosotros dos de un solo golpe, moriríamos felices.
La
tarde estaba ya cayendo. El sol, medio oculto por unas brumas que se iban
levantando por el oeste, se iba coloreando paulatinamente de tonos anaranjados.
El aire se enrareció de golpe, hasta yo lo noté, volviéndose denso, aún más
gélido, y con cierto olor a rancio y sangre. El característico ruido del bosque
y sus habitantes dejó de oírse por momentos. Edward se envaró, y mirándome a
los ojos me hizo saber que ya estaban aquí. Nuestro momento había llegado a su
fin. Ahora tocaba luchar por sobrevivir, y por descontado que él se dejaría la
piel por mí. Me cogió en brazos, dándome un último beso, y en cuestión de
segundos me dejó en el suelo en el centro de todos. Los lobos estaban ya más
que nerviosos, y sus gruñidos se entremezclaban en el aire enrarecido con los
de los vampiros, sordos y mitigados. Esme se acercó a mí, y con la dulzura que
la caracterizaba, posó una de sus manos sobre mi hombro, y me calmó diciéndome
unas palabras cariñosas. Edward le dio las gracias.
De
pronto todos se giraron hacia el sur. Por ahí vendrían, como había dicho
Carlisle, desde la dirección de la mansión Cullen. Los lobos fueron tomando
posiciones, siempre a nuestra derecha. Fue entonces cuando comprendí que esa
era la dirección que deberían tomar si tenían que iniciar alguna maniobra de
repliegue hacia la reserva. Intentarían luchar aquí lo que fuese necesario,
pero no por ello dejarían a su suerte a su gente allá en La Push, si es que no
habían mandado desalojarla.
Por
el borde del bosque fueron apareciendo, una detrás de otra, unas figuras
sombrías, siniestras, fantasmagóricas; que parecían flotar a pocos centímetros
del suelo. Todos iban ataviados con oscuras capas, la cabeza cubierta con las
capuchas de éstas. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. Parecía que un
ejército del Hades había ascendido a la Tierra, y se paseara impunemente por
ella, simulando a la mismísima parca. Tan solo les faltaban las guadañas. Las
brumas que iban ocultando el sol parecían compincharse con ellos, dándoles una
apariencia aún más tétrica.
Silenciosamente
se fueron acercando a nosotros, hasta quedar a unos cien metros. Eran quince
figuras en total. La del centro totalmente de negro, el resto de capas iban
pasando por tonos más claros entre grises conforme se alejaba hacia los
extremos. Los tamaños de las figuras eran de lo más dispares. A la derecha de
la figura central estaba el más alto de todos, ese sería el tal Felix. Y a su
izquierda la que sería la figura más menuda de todas, prácticamente del tamaño
de un niño, o de un adulto muy bajito. Detrás de la férrea formación, dos
hermosas mujeres, que parecían no tener nada que ver con los encapotados, nos
estudiaban con una mal disimulada sorpresa. Llegué a la conclusión de que
serían las hermanas de Tanya. Ellas eran las que habían ido en busca de los
Vulturis. Parecían mirar con desdén a Rosalie, pero ella, altiva, las retaba
agarrada de la cintura por Emmet, muy pegada a él.
La
tensión creció por momentos entre los lobos, y Carlisle tuvo que intervenir
para calmarlos, susurrándole unas pocas palabras a Sam. Todos callaron a una.
El lobo alfa les había dado una orden directa, una orden en contra de su
naturaleza e instintos, pero que era totalmente necesaria. Era prioritaria una
oportunidad para solucionar las cosas con la palabra.
La
negra silueta del centro de la formación fue subiendo sus manos con un liviano
movimiento, y descubrió su cabeza. Unos oscuros ojos borgoña aparecieron en su
brillante y blanco rostro de piel casi traslúcida. Sus cabellos negros como el
azabache caían hasta sus hombros. Una falsa media sonrisa, estudiada, se
perfiló en su boca mientras nos estudiaba con afán. Se fijó sobremanera en la
manada, y en mí. En el último en el que reparó fue en Carlisle. Éste al fin
tomó la iniciativa, dio unos pasos hacia él, sin querer alejarse en exceso de
la protección del grupo, y le habló.
-Aro,
amigo, cuánto tiempo,… –Carlisle dejó el conciliador saludo en el aire, a la
espera de la reacción del interpelado. Ni se inmutó, simplemente se quedó observándonos
uno por uno, hasta que llegó a Carlisle nuevamente. Al fin habló.
-Así
es Carlisle, viejo amigo –hizo una exasperante pausa, orquestada con una falsa
mueca de dolor–. Y me entristece sobremanera que tengamos que volver a vernos
bajo estas circunstancias. Sabes de las distintas acusaciones que hay contra
toda tu familia. Yo no podía creerlo, no contra ti. Y he tenido que desplazarme
hasta aquí para verlo con mis propios ojos. En mis más de veinte siglos de
existencia jamás había visto tal concentración de licántropos –señaló con una
inclinación de la cabeza a los lobos–, y tú haciendo pactos y conspiraciones en
la sombra con ellos. Me has decepcionado –negó con la cabeza mientras pronunciaba
su artificioso discurso–, como nadie antes lo ha hecho Carlisle.
-Esto
no es así como piensas –Carlisle se defendió–. Yo jamás conspiraría contra ti y
los tuyos, y menos con esta manada de lobos, que lo único que quieren es vivir
en paz con sus familias.
-¡No
es eso lo que me han dicho! –Aro empezaba a encolerizarse–. Esos malolientes
chuchos mataron a una de las nuestras, ¡y tú los defendiste! Y no solo eso, veo
que también tienes entre tus filas a una humana. Y por si fuera poco, te has
hecho de un buen ejército preparado para recibirnos.
-La
humana está con mi hijo Edward, y tiene intenciones de ser una de nosotros –así
se lo comenté a Carlisle días atrás, a pesar del desacuerdo que Edward mantenía
con esa decisión–. Los licántropos hicieron un acto de protección y justicia
con Tanya –las hermanas rugieron como leones enjaulados ante esa afirmación,
tensando aún más el ambiente. Carlisle no les dio importancia alguna–. Ellos
solo salieron en defensa de la chica de mi hijo, amenazada por Tanya.
-¿Estás
defendiendo a una manada de pulgosos lobos por una simple mortal?
-¡Tanya
no tenía ningún derecho a atacarla! –fue Edward quien de improviso saltó
gritando, exasperado–. Lo hizo en venganza porque yo no quería estar con ella.
Tanya era muy vengativa y caprichosa, lo veía en su mente con cada nuevo deseo
que se le antojaba.
-¿Lo
veías –Aro se dirigió con cierto
interés a Edward, matizando esa palabra– en su mente?
-Sí.
Puedo ver lo que piensa todo el mundo.
-¿Sin
necesidad de tocarlos?
-…
No. No necesito tocar a nadie para saber lo que piensa, como tú.
-Me
gustaría comprobarlo –fue entonces cuando Aro rompió sus filas, y con unos
decididos pasos, se acercó a Carlisle que era el más cercano a él. Parte de su
tropa se inquietó, pero levantando una de sus huesudas manos, los acalló.–.
¿Puedo? –la misma mano que había levantado, la tendió entonces hacia Edward,
con la palma hacia arriba y un gesto, por primera vez sincero en su rostro.
-Yo,…
–Edward dudó, mirando interrogante a Carlisle, pero tras unos segundos me soltó
de su abrazo, me guiñó un ojo quitándole seriedad al asunto, y se dirigió
resuelto hacia ellos–. Está bien.
En
el mismo instante en que se alejó de mí, Emmet y Rosalie me rodearon,
dispuestos a no dejarme sin protección ni un solo segundo. Emmet rodeó mis
hombros con uno de sus enormes brazos, y en un susurro me dijo que no debía
preocuparme de nada.
Edward
ya estaba al lado de Carlisle cuando quise darme cuenta. Y juntos se
aproximaron a Aro, que lo esperaba impasible con la mano tendida hacia ellos.
Un escaso metro los separaba, cuando Edward se detuvo, y sin dudarlo, cogió la
mano de Aro, que se la agarró con la suyas. Un largo minuto pasó, Aro parecía
concentrado, con los ojos entrecerrados, inmóvil. Al fin abrió los ojos, y con
desgana soltó la mano de Edward.
-¡Realmente
impresionante! He podido ver a través de ti los pensamientos de todos los
presentes, ¡Al mismo tiempo!
-A
veces es una locura.
-Pero
sabes manejar toda esa información.
-Cuestión
de práctica, y de ir seleccionando.
-Y
dime Edward, ¿no te gustaría unirte a nosotros? ¿Poner tu don al servicio de la
justicia?
-Gracias
pero no. De momento no estoy interesado.
-¡Lástima!
Tu novia –cambió enseguida de tema en cuanto recibió la negativa de Edward– de
cuando eras humano, es esta chica.
-Sí,
es Bella.
-Isabella,
hermoso nombre. Y ahora se ha convertido en la tua cantante. Increíble. A pesar de toda la sed y el deseo que
despierta en ti su sangre, eres capaz de resistirte –Aro hablaba ahora sin quitar
la vista de mí, sorprendido–. Dime, ¿Cómo has podido… yacer con ella sin
morderla?
-Realmente
no lo sé, pero te puedo asegurar que no es nada fácil.
-¿Y
por qué a ella no puedes leerle la mente?
-No
lo sé.
-Mmmm,…
–se quedó pensativo, siempre con los ojos clavados en mí, mientras asentía. Y
girando sobre sí mismo, dándole la espalda a Carlisle y Edward, formuló una
pregunta, tan terrible como inesperada–. Me gustaría saber si también su mente
está cerrada a mi don –se giró de golpe, sus iris rojos refulgían radiantes– ¿Puedo
coger su mano?
-¡NO!
–rugió Edward, envarándose delante de él, claramente interponiéndose en su
camino hasta llegar a mí.
-¡Oh!
Vamos mi joven amigo, sabes que no tengo intenciones de hacerle daño.
-Edward
–fue Carlisle el que intervino, cogiéndole del brazo para llamar su atención–,
creo que deberías dejarlo, hijo. En todo momento vas a saber sus intenciones –se
hizo un desesperante silencio, roto solo por los diferentes gruñidos
impacientes de ambos bandos.
-Preguntémosle
a ella si quiere –fue la única respuesta de Edward, que permanecía plantado
entre Aro y yo, altivo, con los brazos cruzados sobre el pecho.
-Muy
bien –dijo Carlisle, y en unos segundos lo tenía a mi lado–. Bella, sé que no
es fácil lo que te voy a pedir, pero Aro…
-Quiere
comprobar si puede o no leer mis pensamientos –no lo dejé terminar, había estado
pendiente de todo y sabía qué quería.
-No
tienes por qué hacerlo si no quieres –Emmet, aun con su brazo sobre mis
hombros, intervino rápidamente. No le hacía ni pizca de gracia que estuviera
tan cerca de Aro, como a Edward.
-No
te va a hacer ningún daño, y créeme que ese voto de confianza sería muy bueno
para nosotros.
-Está
bien –suspiré, resignada. No me hacía gracia, pero Carlisle llevaba razón.
Emmet
me dio un último apretón antes de apartar su brazo de mis hombros. Con una
sonrisa se lo agradecí, y me encaminé hacia Aro siguiendo a Carlisle. Pasé por
al lado de Edward, y sin decir ni media palabra se pegó a mí. Estaba claro que
no iba a dejarme sola en las manos de Aro. Éste alzó su mano hacia mí,
invitándome a cogerla con una de sus falsas sonrisas. Lentamente levanté una de
las mías y la deposité entre la suya. El tacto era frío, más incluso que el de
Edward. Y la piel era, al contrario de lo que había pensado, más bien áspera,
pero de una forma muy sutil. No me agradaba ese tacto. Y menos aún me agradaba
el gesto que iba poniendo en su cara. Sorpresa y escepticismo era lo que se iba
reflejando en sus ojos. Pero supo disimularlos a tiempo, detrás de otra de sus
estudiadas sonrisas.
-¡Increíble!
–dijo al fin, sin apartar la mirada de mí–. No he podido ver absolutamente nada.
Es la primera vez que me pasa esto con alguien –volvió a darnos la espalda
despreocupadamente. Sus soldados estaban a punto de saltar sobre nosotros,
cuando nuevamente los acalló levantando la mano. Pensativo, volvió a girarse
lentamente hacia nosotros, clavando una vez más sus inquietantes ojos
escarlatas en mí–. Me pregunto, si será también inmune al resto de nuestros
poderes…
-¡Ya
está bien Aro! –bramó Edward, visiblemente alterado, poniéndome detrás de él–.
Esto ha ido demasiado lejos. No le vais a volver a tocar ni un solo pelo más.
-Carlisle
–Aro se dirigió a Carlisle, ignorando a Edward–, será mejor que contengas a tu
hijo, no estáis en condiciones de exigir nada. Te recuerdo por qué estoy aquí.
Estoy tratando de encontrar una vía alternativa a tus acusaciones, y Bella
promete mucho si es tal como pienso.
Edward
saltó en un abrir y cerrar de ojos sobre Aro, pero como por arte de magia, en
mitad de su trayectoria cayó al suelo, retorciéndose como un pez cuando lo
sacas del agua. Aro rió, observándolo complaciente. Corrí al lado de Edward,
intentando tranquilizarlo. No tenía ni idea de qué era lo que le pasaba, pero
en sus ojos se reflejaba un intenso dolor que parecía comérselo por dentro.
Carlisle se arrodilló a mi lado, intentando ayudarlo también. Pero estaba como
yo, no sabía qué hacer.
-Mi
pequeña Jane, infalible, siempre atenta a todo. Acércate –de las filas de los
Vulturis salió aquella figura pequeña, de estatura similar a la de un niño.
-Maestro
–la tal Jane, de quien Carlisle nos había hablado horas antes, descubrió su
cabeza delante de Aro. Otro rostro hermoso, angelical, salvo por el color rojo
de sus ojos.
-Aro
–enseguida intervino Carlisle desde el suelo al lado de Edward, junto a mí–,
creo que esto ha ido demasiado lejos. No es necesario que Bella…
-Eso
lo decidiré yo. A Bella no le va a pasar nada si Jane prueba su don con ella,
tan solo un poquito, ¿Verdad Jane que no le vas a hacer más daño de lo
necesario?
-No,
maestro –contestó ella, automáticamente, mientras clavaba sus ojos bermellones
en mí.
-Procede,
pues.
Jane
se quedó mirándome intensamente. Pero yo estaba más pendiente de Edward que de
ella. Ayudé a Carlisle a levantarlo del suelo. Y Jane seguía con esa mirada
suya sobre mí, taladrándome, mientras Aro parecía de lo más divertido ante la
escena. Edward, ya recuperado, suspiró con alivio cuando se dio cuenta de la
situación. Miró a Jane y luego a mí, y sonrió.
-Es
suficiente, Jane –la mirada de Jane se volvió de puro odio cuando Aro le dio
esa orden–. Eres toda una caja de sorpresas querida Isabella. En tus manos está
ahora la salvación de tus amigos.
-No
voy a permitir que te la lleves –la voz de Edward sonó casi sin fuerzas a mi
lado, pero era firme.
-Si
ella viene con nosotros, será por su propia voluntad. A fin de cuentas tú sabes
lo que le espera a un humano que sabe de nuestra existencia. O se convierte en
uno de nosotros, o muere.
-¡Aro!
–desde la punta atrás de las filas de los Vulturis sonó una voz femenina,
teñida de indignación. Por encima del hombro de Aro vi a una de las hermanas de
Tanya irrumpir de entre las filas de vampiros y plantarse a nuestro lado–. No
puedes dejar sin ajusticiar a todos esos licántropos hediondos y a la familia
de Carlisle. ¡Ellos mataron a mi hermana y exigimos justicia!
-Tu
hermana era una niñata caprichosa, Edward tenía razón. No debía haber intentado
matar a Bella –Aro utilizó el argumento de Carlisle echando por tierra la
acusación vertida sobre nosotros.
-¡Pero
los licántropos…!
-Conozco
bien a los licántropos, pues llevo siglos luchando contra ellos. Un licántropo
no es capaz de permanecer a plena luz del día en su forma lobuna. Esos decididamente
no son hijos de la luna.
-¡Pero
mataron a mi hermana!
-¡Oh
vampira del diablo! ¿Acaso osas poner en tela de juicio mi capacidad de
impartir justicia? –miró fulminando a Irina, que era la que llevaba la voz
cantante–. La única falta cometida por Carlisle –ahora habló a todo el mundo
allí presente, con voz potente–, es dejar que esta humana sepa de nuestra
existencia. Si ella viene con nosotros, todos los cargos se levantarán contra
ellos –clavó sus ojos en mí– ¿Qué me dices Bella?
-¡NO!
–un Edward iracundo le contestó, interponiendo nuevamente su cuerpo entre el
mío y los Vulturis.
-Piénsalo
Bella –ignorando a Edward, Aro se dirigió a mí–. La familia de tu novio quedará
libre de cargos, y los chuchos apestosos podrán volver a sus casitas.
La
propuesta de Aro me pilló desprevenida. ¿Podría solucionarse todo de esa forma
tan sencilla? Era simple, nadie iba a morir por mi culpa. Tan solo yo iba a
cargar con toda ella. En un par de clics que mi cabeza hizo con toda la
información que acababa de decir Aro, me pareció justo. Sin pensarlo y con más
miedo que otra cosa, solté la mano de Edward de mi cintura. Él no quería, pero
lo obligué. Aro le recordó que Jane estaba lista para inmovilizarlo nuevamente,
y ante el recuerdo del dolor que le había visto sufrir, lo obligué a soltarme.
Cuando ya parecía que había entrado en razón y me dejaba ir, volvió a cogerme
de la mano. La escena se repitió, y cayó al suelo nuevamente, retorciéndose de
dolor, esta vez acompañado por todos los Cullen. Todos habían reaccionado para
salir en mi defensa, pero todos cayeron ante el invencible don de Jane.
Aro
se acercó victorioso a mí, y cogiéndome de la mano, me conminó a que fuera con
ellos.
-Haré
todo lo que tú quieras, pero por favor, deja de hacerles daño –le supliqué a
Aro.
-Cuanto
antes nos vayamos, antes los dejará Jane en paz. Vamos querida, prometo darte
una existencia plena, y todo el tiempo del mundo. Tal vez en el futuro Edward
se lo piense mejor y se nos una. Entonces volveréis a estar juntos. Alec –se
dirigió a uno de sus guardias–, déjalos fuera de juego durante unas horas para
que no se les ocurra seguirnos.
A
una señal de Aro, el gigantón que sería Felix, apareció a mi lado, y sin
esfuerzo ninguno, cargó conmigo como si fuera un saco de patatas, y
desaparecimos de allí como fantasmas en la oscuridad. En el rápido viaje que
hicimos a través del bosque, los gritos de dolor e impotencia de Edward herían
el viento, hiriéndome a mí también en lo más profundo de mí ser. Jamás me
perdonaría todo el dolor que le estaba haciendo sufrir, pero era necesario mi
sacrificio para que todos ellos pudieran sobrevivir.
A
partir de ese momento, lo que hiciera Aro conmigo me tenía sin cuidado. Yo ya
había muerto al volver a separarme de Edward. Pero por lo menos sabía que él
seguía vivo.
No
sé cuánto tiempo estuve en los brazos de Felix, ni dónde estábamos cuando
dejaron de correr. Me dejó en el suelo, y
Aro, muy amablemente me pidió que lo siguiera. Parecía que estábamos en
las pistas de un viejo helipuerto. De un destartalado hangar apareció un
pequeño avión al que Aro me invitó a subir. Una vez acomodados, con una escueta
frase me informó que volaríamos a casa. Imaginé que sería hasta Italia. Ni una
sola palabra se cruzó más en todo el trayecto, y cansada por todo lo sucedido,
caí dormida enseguida. Desperté justo cuando el avión tomaba tierra junto a un
enorme castillo. Aro me invitó a bajar, y siguiéndolo al interior del castillo,
me llevó a una de las salas interiores, pobremente adornada con un camastro y
una silla de madera.
-No
tengas miedo, Isabella –se me iba acercando lentamente, convenciéndose más a sí
mismo que a mí–. Ésto no es más que el comienzo de una nueva existencia para
ti. Vas a sufrir un poco durante los próximos días, pero te aseguro que
merecerá la pena.
Con
un ligero empujón me sentó en el camastro, y cogiéndome entre sus brazos,
acercó sus dientes, ahora desnudos, a mi yugular. Grité descontroladamente
hasta que llevó su mano a mi boca para callarme. Sentí su gélido aliento sobre
mi cuello, el filo de sus colmillos, y un intenso dolor al desgarrarse mi piel
en su boca. El olor salado de mi sangre inundó la estancia, y perdí el
conocimiento. O más bien fue la vida, mi vida y mi alma, ese fue el precio que
pagué por salvar a los Cullen y a los Quileute. Mereció la pena.
1 comentario:
valgame dios no puede ser que se la haya llevado ahora que ba ha pasar con el pobre de edward y la pobre bella espero que lleguen pronto por ella hay dios esto esta para darle a uno infarto
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