17/3/12

BUSCANDO UN SUEÑO:30º.- Miedo



CAPITULO 30º: MIEDO


BELLA

Los ecos de las palabras de Mia y Jacob retumbaban en mi cabeza como si de tambores de guerra se trataran, cuando me sacaron con especial cuidado del coche de Mia, y me llevaron a casa. Era Jacob quien llevaba la voz cantante, y Mia tan solo era una repetición de lo que él decía. “Es muy peligroso estar a su lado”, “No debes confiar en ningún Cullen”, “No sabes a lo que te expones al estar en su compañía”,… y así hasta la saciedad. Aquel día en que aquella rubia por poco y me mata, mi mente se obstruyó de una manera, que tan solo podía hacer lo que me dijeran la gente de mi alrededor, de tal forma que si me decían que me tirara por un puente al vacío, me tiraría sin dudar. No atiné a nada más, después de sus palabras, lo único que deseaba era sentirme a salvo en casa, lejos de él.  Y vi cómo mi deseo se hacía realidad al abrirse la puerta del coche y ver la familiar cara de Mia, preocupándose por mí. Me sentí a salvo junto a ella, a pesar de que se estaba pasando tres pueblos con su actitud. Hasta llegó a molestarme en un momento dado. Pero después de todo lo que había oído de su boca, después de confesarme abiertamente que era un vampiro; necesitaba más que nunca que alguien me alejara de él. Una vez en el piso sé que Mia y Jacob se aprovecharon de mi estado, y así me liaron para que abandonara rápidamente la ciudad y me alejara de él lo más posible. Solo cuando tuve la maleta hecha y me dejaron un poco de intimidad con Ángela, fui consciente de lo que estaba haciendo, de lo que realmente había pasado, y de lo que sentía.
Mientras Mia hacía su maleta para acompañarme junto con su novio, yo pude hablar con Ángela de lo que me había pasado, y lo que pretendían conmigo. Evidentemente le omití toda la parte paranormal, que incluía la nueva naturaleza de Edward. Ángela, tan recatada como siempre, simplificándolo todo, me hizo poner mis ideas y prioridades en orden, y antes de partir rumbo a Denver, a casa de mi padre con la perfecta excusa de pasar las navidades con él; le escribí una escueta carta a Edward que la misma Ángela se la daría en cuanto viniera a buscarme. En aquella carta, escrita casi a la carrera, apenas si le pude poner unas cuantas letras, pero fueron suficientes para hacerle entender cómo me sentía. Si seguía viva después de haberlo perdido en el accidente, fue por mi instinto de supervivencia que me empujaba a huir, como una cobarde, eso sí; de todo lo que me hiciera daño. En esta ocasión no iba a ser diferente. Me dejé arrastrar por Mia y su novio, y nuevamente huí. Huí del miedo que Edward despertaba en mí al ser ahora lo que era. Un miedo irracional, alimentado por las palabras de Jacob y hasta del propio profesor Uley repetidas a diario desde hacía ya meses, de lo peligroso que era estar en compañía de un Cullen. Ese miedo fue lo que realmente me sacó de Seattle. Miedo a un ser sobrenatural, casi irreal, peligroso, y hasta casi aterrador, pero que ahí estaba. En eso se había convertido mi novio en vez de morir en aquel accidente, en un vampiro. Pero había otro sentimiento, más grande aún que ese miedo, aunque soterrado por él en esos momentos. Ese vampiro que me aterraba, antaño había sido la persona más importante en mi vida. Y detrás de aquellos ojos dorados, casi artificiales y a la vez tan expresivos, tan llenos de amor cada vez que se posaban en mí, sabía que estaba el amor de mi vida. Sabía que aun con esa apariencia menos humana que había logrado ver tras su confesión, él era el hombre al que amaba. Y eso no lo podía cambiar nadie ni nada. Ángela me lo hizo ver, cuando después de hablar de todo lo que había pasado y de ponerles voz a mis pensamientos, aclarándolos, haciendo así que los asimilara, me hizo la pregunta pertinente en el momento crucial. La pregunta con la que resumiría todos mis actos y sentimientos, y que pese a salir huyendo nuevamente, marcaría el camino de retorno junto a él. Me preguntó si lo seguía queriendo, y fue mi corazón quien respondió sin un ápice de duda: Sí, lo quería, lo amaba a pesar de todo. Y aun así debía poner tierra de por medio, no ya por ese miedo, sino por la necesidad de tener tiempo y espacio para pensar en todo lo acontecido, asimilarlo, organizar mis ideas y priorizar mis sentimientos. Necesitaba alejarme nuevamente del problema para poder entenderlo y darle solución.

Partí en un taxi junto con mis compañeros de viaje, hacia el aeropuerto. Llamé a mi padre para darle la noticia, que sabía que recibiría con entusiasmo, y para que preparara el cuarto de invitados. Justo delante de la puerta de embarque una extraña sensación de que Edward aparecería de un momento a otro para suplicarme que no me fuera me invadió. Los minutos que estuvimos allí, mientras la cola avanzaba lentamente, lo busqué entre la multitud del aeropuerto, con la esperanza de verlo realmente aparecer, y con el miedo de que así lo hiciera. Pero no apareció, y apáticamente me dejé arrastrar hacia el avión con destino a Denver. Una vez dentro me acomodé en mi asiento junto a Mia, y me hice a la idea de que iba a pasar la navidad con mi padre, alejada de todos los problemas que dejaba en Seattle. Y alejada, una vez más, de él. De Edward.
La última navidad también la había pasado aquí en Denver con mi padre, pero ésta fue bien distinta. Mientras preparaba la cena junto con Mia, servicio para cuatro en la modesta casa de mi padre, los hombres veían ruidosamente un partido de beisbol en el salón. Fue una velada muy relajada, mejor de lo que esperaba. Después de la cena vinieron unos compañeros de mi padre, y estuvimos hasta bien tarde cantando villancicos y celebrando la fiesta por todo lo alto. Estaba feliz, por estar con mi padre, en compañía de dos buenos amigos, y sabiendo que la tristeza y la melancolía de los años anteriores no volverían a tener cabida nunca más en ninguna de mis futuras navidades. Precisamente por estar en las fechas que estábamos, celebrándolas con todos los sentimientos de unión familiar a flor de piel; comprendí que me faltaba alguien a mi lado, alguien esencial en mi vida, fuera lo que fuera. Él me dijo y repitió mil veces que no debía temerle, que jamás me haría daño, ni dejaría que nadie me lo hiciese. Y eso, viniendo de él, para mí debería tener un especial significado. Era el hombre que me amaba, y haría todo lo que estuviera en sus manos para que nada malo me pasase. Incluido protegerme de él mismo. ¿Cómo había podido dudar de él de esa forma? No, estaba totalmente convencida de que Edward jamás me haría daño alguno. No tenía motivo alguno para tenerle miedo, de eso estaba ya totalmente convencida.

El día de navidad el ambiente distendido típico de las fiestas continuó. Mia y Jacob habían caído muy bien a mi padre, sobre todo él, agradeciendo así una compañía masculina con la que poder hablar de deportes, coches y pesca. Y yo estaba encantada con Mia, a pesar de haber tratado a Edward de esa forma tan dura, entendía que lo hizo para defenderme. Ya habría tiempo para explicarles a ambos que él no era ninguna amenaza para mí. A medida que fue avanzando el día, el recuerdo de Edward se fue haciendo más notorio en mi corazón. Lo echaba en falta a mi lado. Después de la cena  me recosté en el sofá, con una copa de ponche entre mis manos, recordando las navidades que habíamos pasado juntos en Chicago. Días señalados de ir de compras, de reuniones y fiestas con los amigos y con las familias de ambos, de horas y horas patinando juntos, con el consiguiente chocolate caliente de después para entrar en calor. De largos paseos, tranquilamente, cogidos de la mano, disfrutando del ambiente navideño de la ciudad, la decoración de cada calle, cada parque, cada rinconcito de Chicago, cada pub, cada cafetería. Las batallas campales de bolas de nieve, o los muñecos que, como si de dos niños de siete años se tratara, hacíamos en su jardín. Suspiré profundamente, llamando, sin querer, la atención de mi padre, que se acercó buscando un momento de intimidad con su hija.
- ¿Qué te pasa hija? –había estado indeciso por unos momentos de si acercarse o no, pero al final su vena paternalista pudo más–.  Te noto ausente, y algo triste. ¿No lo estás pasando bien?
- No es nada papá –dudé de si decirle la verdad, temiendo un interrogatorio como los de mi madre, si le daba a entender que echaba de menos a alguien en especial. Enseguida deseché esa idea de mi mente, él no era mi madre, él era más comedido–, simplemente echo de menos a cierta persona. Este viaje lo hemos hecho tan precipitadamente que no tuve tiempo de despedirme de él como es debido.
- Bueno –desvió la mirada al suelo, no le hacía gracia la idea de hablar de chicos conmigo. Menos mal–,  en unos días volverás a verlo, si es digno de ti, te estará esperando.
- ¡Ey Charlie! Toma una cerveza y ven, he encontrado un canal con el partido en diferido de los Lakers –giré la cabeza hacia atrás y me encontré con Jacob pegado a nosotros. Su mirada me recriminaba silenciosamente que le estuviera hablando a mi padre de él.
- Ahora mismo voy Jake, no quiero perdérmelo otra vez.
Había logrado acaparar la atención de mi padre, que posando una mano sobre mi hombro, me acercó para darme un casto beso en la frente. Se levantó agarrando la cerveza, y se encaminó hacia el televisor con el brazo de Jacob sobre sus hombros. Mia nos miraba desde el otro lado del salón, y al sentarse ellos delante del televisor a ver el partido, se sentó junto a Jacob.
Yo me quedé sola con mi ponche, pensando en todo, y sobre todo en Edward. Y la idea de volver a su lado, pues lo necesitaba como el aire en mis pulmones, iba creciendo en mis pensamientos. Tal vez no debería haberme alejado así de él, pero esta distancia, esta separación casi obligada, me hizo ver cuánto lo necesitaba. Como si no hubiese sido suficiente esos dos años que pasé sin él, pensando que estaba muerto. De un trago acabé mi ponche, con la resolución de volver lo antes posible a Seattle, buscarlo, y no volver a separarme de él nunca más.

A la mañana siguiente me levanté con ganas de aprovechar el día, y qué mejor manera de empezarlo que llevando a Mia y Jacob al Jardín Botánico de la ciudad. Éste quedaba relativamente cerca, justo al llegar a Cheesman Park. Iríamos dando un paseo dinámico, pues me apetecía correr como antes lo hacía con mi padre, y una vez allí nos deleitaríamos en el jardín botánico con sus miles de plantas. Mi padre estaba ya en la comisaría de policía del distrito donde estaba destinado, así que tranquilamente preparé el desayuno mientras ellos dos se daban una ducha, juntos. Tardarían lo suyo, pues estaban disfrutando este viaje como si de una luna de miel se tratara. Nunca había visto a Mia tan perdidamente enganchada a un chico como estaba por Jacob, y entre ellos se notaba que había química, mucha química, verdadera pasión. Desayunamos distendidamente entre bromas y risas, mientras yo guardaba celosamente el secreto de nuestro destino, quería darles una sorpresa. Tan solo les aseguré que les gustaría el sitio, pues el jardín botánico de Denver es una preciosidad. Al salir a la calle y empezar a caminar hacia el parque les pilló desprevenidos, buscaban el coche en el que supuestamente nos íbamos a ir. Les sonreí al decirles que iríamos corriendo, el jardín estaba como a dos kilómetros, atravesando el parque. Los dos me miraron con los ojos desorbitados, pero una vez asimilada la sorpresa, a ambos les gustó la idea. Y a un ritmo suave pero constante, ambos estaban acostumbrados a hacer ejercicio, llegamos en unos minutos al jardín.
El lugar estaba totalmente desierto. No había ni un solo coche en el aparcamiento. Nos acercamos a la entrada principal, y un cartel nos avisaba de que los martes no abría al público, y estábamos a martes. La desilusión fue general, pero ya que estábamos allí aprovecharíamos para dar una vuelta por el parque, pues tenía bonitos rincones que merecían la pena visitar.

Corríamos alegremente por el camino rodeando el jardín botánico, y Jacob, que iba el primero, de pronto se paró en seco, haciéndonos chocar con él. Su comportamiento me pareció de lo más raro, mientras que Mia se quedó mirándolo muy seria. Las risas que llevábamos segundos antes habían desaparecido. Jacob olisqueaba el aire, tendiendo el rostro hacia el cielo, los ojos cerrados. Sus fosas nasales se movían insistentemente por el aire que inhalaba a través de ellas. Más que una persona, parecía en esos instantes un animal, un perro siguiendo una pista.

- ¡Mierda! –musitó en voz baja.
- ¿Qué pasa Jake? –le preguntó Mia tirando de su brazo, intentando así llamar su atención.
- Hay dos de ellos cerca –su rostro, grave, se giró hacia nosotras, primero mirándola a ella y después a mí.
- ¿Es él? –preguntó Mia. Aun sin saberlo, algo en mi interior me hizo saber que se estaba refiriendo a Edward.
- No –contestó Jacob sin apartar los ojos de mi rostro–, no son Cullen –Nuestras miradas se trabaron, él esperaba que dijera algo, pero de mi boca no salió palabra alguna.
- ¿Entonces…? –fue Mia quien rompió ese silencio, como si supiera a qué se estaba refiriendo él.
- Éstos sí son peligrosos de verdad –la mirada de complicidad y preocupación que se dieron el uno al otro lo decía todo–. Será mejor que salgamos de aquí lo antes posible, no están lej…

No terminó de pronunciar la última palabra, cuando sus ojos se posaron en algo que le llamó la atención detrás de nosotras, más allá de la línea de árboles que rodeaban el jardín botánico. Mia y yo nos giramos a la vez, fijando nuestros ojos allá donde se perdían los de él. A simple vista no vimos nada, pero pasados unos segundos unos helechos se agitaron, y de detrás de ellos aparecieron dos figuras humanas, un hombre y una mujer, que a paso lento y con sorpresa, curiosidad y hambre reflejados en sus purpúreas pupilas, se iban acercando a nosotros. Jacob, a una velocidad asombrosa, se interpuso entre nosotras y ellos. Todo su cuerpo temblaba, al punto de parecer que cada uno de sus músculos había tomado vida propia, cayendo gruesas gotas de sudor al suelo desde su cabello, escurriéndose por su bronceada piel. Mia cogió mi mano fuertemente, no sé si para reconfortarme o para reconfortarse ella. También temblaba, pero no como él, ella lo hacía de miedo. Aquellas dos personas llamaron enormemente mi curiosidad. Su extremada palidez, resaltando la belleza de sus estilizados cuerpos, chocaba en un burdo contraste con las ropas, que más que ropas eran harapos, que llevaban. Vaqueros raídos, rotos por el uso, camisetas sucias igual de raídas, y la ausencia de calzado alguno era todo lo que llevaban por indumentaria. El corte de pelo de ambos, pasado de moda, casi diría que de otra época, sin peinar durante tal vez semanas, incluso con alguna que otra hoja y ramitas del suelo, como si hubieran estado revolcándose por el suelo del bosque; remarcaba el aspecto desaliñado de ambos. Pero nada de todo eso estaba a la altura del color de sus ojos, y de todo lo que se podía dilucidar a través de esas miradas que nos echaban a los tres. Dos pares de ojos del color de la sangre misma nos observaban a cámara lenta, mientras sus propietarios se nos iban acercando.

1 comentario:

J.P. Alexander dijo...

Muy buen capitulo te mando un beso y te deseo un buen fin de semana