30/10/15

La noche de Todos los Santos hay fiesta en mi casa



LA NOCHE DE TODOS LOS SANTOS HAY FIESTA EN MI CASA






Así es. Y yo no he invitado nunca a nadie.
Todo empezó hace ya unas cuantas décadas. Recuerdo aquella noche, unas semanas antes del último día de octubre como si fuera ayer. Al atardecer ya estaba apostada sobre mi chimenea aquella enorme ave nocturna, más negra que la noche misma. Y cuando las tinieblas del ocaso engulleron por completo todos los restos del día, cayendo sobre el pueblo la más absoluta oscuridad, empezó a ulular lenta, rítmicamente, lo suficiente como para no dejarme pegar ojo en toda la noche. La casa cruje con cada paso que das por sus suelos, pero en el silencio de la noche cruje mucho más. Así que lo que faltaba para acompañar esos crujidos, era el maldito pájaro ahí fuera.

Así pasó una noche tras otra hasta que a la cuarta, apareció el primero apoyado en la barandilla de las escaleras que suben a mi portal. A priori no noté nada raro en aquella figura humana la primera vez que la observé desde el ventanal del salón. Por la mañana había desparecido y no volví a acordarme de él hasta que volví a casa ya oscuro. Había sido un día muy largo, y aquella silueta recortada bajo la tenue luz de la farola me hizo dudar si entrar en casa o pasar de largo y avisar a alguien. Pero conforme me iba acercando se me hacía cada vez más familiar, hasta tal punto que al pasar por su lado, subiendo no obstante los escalones deprisa y de dos en dos, lo reconocí.
El corazón se me paró en el pecho por momentos cuando entré en el hall de casa cerrando la puerta detrás de mí con un portazo. No me cabía la menor duda, era el doctor Vivancos. Lo reconocí al instante por su trilby, lo solía llevar sobre la cabeza de una manera bastante peculiar; su maletín y su sempiterna gabardina parda. El doctor hacía casi veinte años que había muerto. De hecho, yo era quien ocupaba ahora su puesto en el pueblo, no solo en su consulta, sino también en su casa. Mi casa es de renta antigua, y está ligada desde hace décadas al cargo que ocupo. Es una vieja construcción victoriana, enorme, que por no sé qué disposición municipal da derechos sobre ella al médico del pueblo. Antiguamente tenía el consultorio médico en la planta baja, ocupando unas dependencias que uno de sus muchos ocupantes convirtieron, tirando unos tabiques, hace pocos años en una sala de proyecciones.

Aquella noche la pasé observando la figura estática del doctor desde la ventana con la banda sonora del mochuelo o búho, o lo que fuera el bicho que cantaba desde mi tejado; hasta que los primeros claros del alba poco a poco lo fueron difuminando, como si de una acumulación de niebla se tratara. Fue entonces cuando me rendí, agotada, a los brazos de Morfeo. La primera vez desde que empecé hace unos meses a ejercer aquí que llegué tarde a la consulta. Al acabar la jornada recordaba al buen doctor como si de una pesadilla se tratara.

Esa tarde llegué a casa aun con el sol brillando en el firmamento y en mi puerta no había nada anormal, ni se oía al maldito pajarraco sobre la chimenea. Pero fue caer la noche, y este empezó con su lúgubre canto. Tardé horas en decidir si asomarme a la ventana a ver si estaba ahí el doctor; y cuando por fin me decidí me arrepentí al instante de mi decisión al ver no una sino dos sombras apostadas en las escaleras de mi casa. La segunda la reconocí al instante, la vecina del final de la calle, imposible de equivocarse al ver aquella oronda figura al lado del doctor. Eusebia había fallecido en su casa hacía más de veinticinco años. La recuerdo de mi infancia como una de las viudas que la guerra había dejado en el pueblo. Vivía sola, y su único fin en el mundo era comer. Por el pueblo decían que pesaba más de doscientos kilos, y había muerto porque “se le habían cerrado las mantecas”. Un infarto fulminante fue lo que la dejó tiesa en su casa. Los vecinos tardaron semanas en echarla de menos, y su cadáver lo tuvieron que mover con una retro, rompiendo uno de los ventanales para poder entrar a cargarla.

A la mañana siguiente me presenté en la consulta con unas ojeras enormes bajo mis ojos. Ante tal panorama ni me planteé siquiera dormir. Pero el dilema era, a quién le contaba yo lo que me estaba pasando, y que no me tomara por loca. Entonces comprendí por qué duraban tan poco los doctores en el pueblo. Todos eran de fuera y no tenían más remedio que vivir aquí, en esta casa rodeada de presencias. No había ni una mala pensión en cien kilómetros a la redonda donde poder alojarse, y acababan desertando del puesto. Yo tampoco tenía dónde acudir, no me quedaba ya familia alguna ni nada a lo que llamar hogar, que no fuera esta casona encantada. Así que hice de corazón tripas, y permanecí en mi hogar.
La situación no mejoró para nada, noche tras noche las figuras se iban multiplicando a la puerta de mi casa. Figuras que las iba reconociendo una a una. Luisa, la enfermera que tuve hasta hace pocos meses que murió en un accidente de tráfico junto con Ernesto, su novio. Eran amigos míos, pero la verdad que por mucho que los mirara por la ventana no me daba ni chispa de ganas de bajar a saludarlos. Don Julián el antiguo boticario y su señora, doña Carmen. El pequeño Kike, que se lo llevó por delante una leucemia galopante. Las dos parejas de ancianos que habían vivido siempre juntos, y un domingo por la tarde decidieron quitarse la vida los cuatro juntos con un revoltillo mortal de pastillas. El tío limón, que era como le decíamos al cabrero por el mal genio que tenía, con la soga al cuello con la que terminó colgándose de una encina en la sierra. Vecinos que el tiempo simplemente se llevaba porque ya les tocaba, de forma natural, por accidente, enfermedad, o incluso por error. Y entre todos ellos mis abuelos y padres también estaban ahí, como sombras de lo que un día fueron. Sin rostros donde ver sus rasgos más humanos, ni oír sus voces, ni siquiera presentir sus presencias, tan solo esas sombras esperando yo qué sé en mi puerta. El treinta de octubre adiviné bajo la luz de la farola y la multitud que había ahí congregada a mi marido, aun con el tajo en el cuello que le dieron los presidiarios del penal donde trabajaba, cuando lo tomaron como rehén. El director no cedió al chantaje, y antes de que los GEOS entraran disparando a todo lo que se movía, se lo cargaron degollándolo con una cuchara.

Lo peor estaba por venir, cuando el treinta y uno del corriente, al marcar el reloj de la iglesia las doce de la noche, vi a todas esas presencias ponerse en movimiento y entrar guardando cola en mi hogar. Y como si de una fiesta se tratase, ir acomodándose tranquilamente en mi sofá, en las sillas y por todas las estancias del edificio. El equipo de música se puso en marcha, y viejas canciones de los sesenta empezaron a sonar de forma estridente.
Ninguna de esas presencias me hizo el más mínimo caso, ni me miraron cuando quité la música, pues siguió sonando al momento aun sin estar conectado el aparato eléctrico a la red. Intenté salir a la calle pero la puerta no se abría, ni las ventanas ni nada que pudiera ser una vía de escape. Así que me rendí, y cansada caí en uno de los sillones de la salita de estar. No sé si por el cansancio acumulado, el shock o la situación tan hilarante, me dormí en ese sillón en posición fetal. Al día siguiente todo había desaparecido. Todo en casa estaba intacto. Y al salir a la calle los vecinos más antiguos me hicieron un comentario que me dejó aun más trastornada: ¿Tú también montas guateques de los sesenta para la noche de todos los santos, como hacía el doctor Vivancos?


Desde entonces, semanas antes del llamado Halloween en Estados Unidos, un ave nocturna los llama a todos a celebrar fiestas de los sesenta en mi casa. Y yo, ¿qué voy a hacer? Soy la única que lo ve y los sufre, así que me compro unas cervezas y unos panchitos, y me uno a la fiesta con ellos.

3 comentarios:

EldanYdalmaden dijo...

Da un poco miedo pero yo soy un valiente y esta noche solo miraré 7 veces bajo la cama, detrás de las cortinas, compraré ahora balas de plata, agua bendita, etc.

Saludetessssssss

yessykan dijo...

Que espeluznante relato. Un halloween con fantasmas reales, que horror, y para rematar solo tú los ves. El final me ha impactado, aunque no teniendo otra alternativa fue mejor que te unieras a ellos. Me gusto su escalofriante trama.
Saluditos

Lu Morales dijo...

Qué remedio! mejor unirse a la fiesta que salir corriendo, jejeje!
Gracias por vuestros comentarios XD