LA
NOCHE DE TODOS LOS SANTOS HAY FIESTA EN MI CASA
Así
es. Y yo no he invitado nunca a nadie.
Todo
empezó hace ya unas cuantas décadas. Recuerdo aquella noche, unas
semanas antes del último día de octubre como si fuera ayer. Al
atardecer ya estaba apostada sobre mi chimenea aquella enorme ave
nocturna, más negra que la noche misma. Y cuando las tinieblas del
ocaso engulleron por completo todos los restos del día, cayendo
sobre el pueblo la más absoluta oscuridad, empezó a ulular lenta,
rítmicamente, lo suficiente como para no dejarme pegar ojo en toda
la noche. La casa cruje con cada paso que das por sus suelos, pero en
el silencio de la noche cruje mucho más. Así que lo que faltaba
para acompañar esos crujidos, era el maldito pájaro ahí fuera.
Así
pasó una noche tras otra hasta que a la cuarta, apareció el primero
apoyado en la barandilla de las escaleras que suben a mi portal. A
priori no noté nada raro en aquella figura humana la primera vez que
la observé desde el ventanal del salón. Por la mañana había
desparecido y no volví a acordarme de él hasta que volví a casa ya
oscuro. Había sido un día muy largo, y aquella silueta recortada
bajo la tenue luz de la farola me hizo dudar si entrar en casa o
pasar de largo y avisar a alguien. Pero conforme me iba acercando se
me hacía cada vez más familiar, hasta tal punto que al pasar por su
lado, subiendo no obstante los escalones deprisa y de dos en dos, lo
reconocí.
El corazón se me paró en el pecho por momentos cuando
entré en el hall de casa cerrando la puerta detrás de mí con un
portazo. No me cabía la menor duda, era el doctor Vivancos. Lo
reconocí al instante por su trilby, lo solía llevar sobre la cabeza
de una manera bastante peculiar; su maletín y su sempiterna
gabardina parda. El doctor hacía casi veinte años que había
muerto. De hecho, yo era quien ocupaba ahora su puesto en el pueblo,
no solo en su consulta, sino también en su casa. Mi casa es de renta
antigua, y está ligada desde hace décadas al cargo que ocupo. Es
una vieja construcción victoriana, enorme, que por no sé qué
disposición municipal da derechos sobre ella al médico del pueblo.
Antiguamente tenía el consultorio médico en la planta baja,
ocupando unas dependencias que uno de sus muchos ocupantes
convirtieron, tirando unos tabiques, hace pocos años en una sala de
proyecciones.
Aquella
noche la pasé observando la figura estática del doctor desde la
ventana con la banda sonora del mochuelo o búho, o lo que fuera el
bicho que cantaba desde mi tejado; hasta que los primeros claros del
alba poco a poco lo fueron difuminando, como si de una acumulación
de niebla se tratara. Fue entonces cuando me rendí, agotada, a los
brazos de Morfeo. La primera vez desde que empecé hace unos meses a
ejercer aquí que llegué tarde a la consulta. Al acabar la jornada
recordaba al buen doctor como si de una pesadilla se tratara.
Esa
tarde llegué a casa aun con el sol brillando en el firmamento y en
mi puerta no había nada anormal, ni se oía al maldito pajarraco
sobre la chimenea. Pero fue caer la noche, y este empezó con su
lúgubre canto. Tardé horas en decidir si asomarme a la ventana a
ver si estaba ahí el doctor; y cuando por fin me decidí me
arrepentí al instante de mi decisión al ver no una sino dos sombras
apostadas en las escaleras de mi casa. La segunda la reconocí al
instante, la vecina del final de la calle, imposible de equivocarse
al ver aquella oronda figura al lado del doctor. Eusebia había
fallecido en su casa hacía más de veinticinco años. La recuerdo de
mi infancia como una de las viudas que la guerra había dejado en el
pueblo. Vivía sola, y su único fin en el mundo era comer. Por el
pueblo decían que pesaba más de doscientos kilos, y había muerto
porque “se le habían cerrado las mantecas”. Un infarto
fulminante fue lo que la dejó tiesa en su casa. Los vecinos tardaron
semanas en echarla de menos, y su cadáver lo tuvieron que mover con
una retro, rompiendo uno de los ventanales para poder entrar a
cargarla.
A
la mañana siguiente me presenté en la consulta con unas ojeras
enormes bajo mis ojos. Ante tal panorama ni me planteé siquiera
dormir. Pero el dilema era, a quién le contaba yo lo que me estaba
pasando, y que no me tomara por loca. Entonces comprendí por qué
duraban tan poco los doctores en el pueblo. Todos eran de fuera y no
tenían más remedio que vivir aquí, en esta casa rodeada de
presencias. No había ni una mala pensión en cien kilómetros a la
redonda donde poder alojarse, y acababan desertando del puesto. Yo
tampoco tenía dónde acudir, no me quedaba ya familia alguna ni nada
a lo que llamar hogar, que no fuera esta casona encantada. Así que
hice de corazón tripas, y permanecí en mi hogar.
La
situación no mejoró para nada, noche tras noche las figuras se iban
multiplicando a la puerta de mi casa. Figuras que las iba
reconociendo una a una. Luisa, la enfermera que tuve hasta hace pocos
meses que murió en un accidente de tráfico junto con Ernesto, su
novio. Eran amigos míos, pero la verdad que por mucho que los mirara
por la ventana no me daba ni chispa de ganas de bajar a saludarlos.
Don Julián el antiguo boticario y su señora, doña Carmen. El
pequeño Kike, que se lo llevó por delante una leucemia galopante.
Las dos parejas de ancianos que habían vivido siempre juntos, y un
domingo por la tarde decidieron quitarse la vida los cuatro juntos
con un revoltillo mortal de pastillas. El tío limón, que era como
le decíamos al cabrero por el mal genio que tenía, con la soga al
cuello con la que terminó colgándose de una encina en la sierra.
Vecinos que el tiempo simplemente se llevaba porque ya les tocaba, de
forma natural, por accidente, enfermedad, o incluso por error. Y
entre todos ellos mis abuelos y padres también estaban ahí, como
sombras de lo que un día fueron. Sin rostros donde ver sus rasgos
más humanos, ni oír sus voces, ni siquiera presentir sus
presencias, tan solo esas sombras esperando yo qué sé en mi puerta.
El treinta de octubre adiviné bajo la luz de la farola y la multitud
que había ahí congregada a mi marido, aun con el tajo en el cuello
que le dieron los presidiarios del penal donde trabajaba, cuando lo
tomaron como rehén. El director no cedió al chantaje, y antes de
que los GEOS entraran disparando a todo lo que se movía, se lo
cargaron degollándolo con una cuchara.
Lo
peor estaba por venir, cuando el treinta y uno del corriente, al
marcar el reloj de la iglesia las doce de la noche, vi a todas esas
presencias ponerse en movimiento y entrar guardando cola en mi hogar.
Y como si de una fiesta se tratase, ir acomodándose tranquilamente
en mi sofá, en las sillas y por todas las estancias del edificio. El
equipo de música se puso en marcha, y viejas canciones de los
sesenta empezaron a sonar de forma estridente.
Ninguna
de esas presencias me hizo el más mínimo caso, ni me miraron cuando
quité la música, pues siguió sonando al momento aun sin estar
conectado el aparato eléctrico a la red. Intenté salir a la calle
pero la puerta no se abría, ni las ventanas ni nada que pudiera ser
una vía de escape. Así que me rendí, y cansada caí en uno de los
sillones de la salita de estar. No sé si por el cansancio acumulado,
el shock o la situación tan hilarante, me dormí en ese sillón en
posición fetal. Al día siguiente todo había desaparecido. Todo en
casa estaba intacto. Y al salir a la calle los vecinos más antiguos
me hicieron un comentario que me dejó aun más trastornada: ¿Tú
también montas guateques de los sesenta para la noche de todos los
santos, como hacía el doctor Vivancos?
Desde
entonces, semanas antes del llamado Halloween en Estados Unidos, un
ave nocturna los llama a todos a celebrar fiestas de los sesenta en
mi casa. Y yo, ¿qué voy a hacer? Soy la única que lo ve y los
sufre, así que me compro unas cervezas y unos panchitos, y me uno a
la fiesta con ellos.
3 comentarios:
Da un poco miedo pero yo soy un valiente y esta noche solo miraré 7 veces bajo la cama, detrás de las cortinas, compraré ahora balas de plata, agua bendita, etc.
Saludetessssssss
Que espeluznante relato. Un halloween con fantasmas reales, que horror, y para rematar solo tú los ves. El final me ha impactado, aunque no teniendo otra alternativa fue mejor que te unieras a ellos. Me gusto su escalofriante trama.
Saluditos
Qué remedio! mejor unirse a la fiesta que salir corriendo, jejeje!
Gracias por vuestros comentarios XD
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