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3/5/11

Mi Musa, parte III

Todos los personajes aquí mencionados son ficticios, al igual que la historia. Si hay coincidencia alguna con algo de la realidad, es cosa de la casualidad.

En esta parte he hecho uso de un personaje ficticio creado por la escritora Iris Martinaya, con su consentimiento y aprobación.

Mi Musa, parte III

AVISO: Este capítulo tiene ciertas escenas violentas, y vocabulario soez. Ruego a las personas sensibles lo tengan en cuenta si van a seguir leyendo.

Las noticias, sobre todo las sensacionalistas, corren como la pólvora. Pero yo no sabía las velocidades que pueden llegar a alcanzar, hasta ese fatídico día. En la puerta de la comisaría ya había varios periodistas apostados esperando mi llegada. Me quedé alucinado, tanto, que no fui capaz de reaccionar, y éstos me grabaron y fotografiaron a gusto mientras descendía del coche patrulla, y con las manos siempre atadas con las esposas, los dos policías me conducían al interior del edificio. Un periodista incluso se atrevió a hacerme varias preguntas y ponerme delante de la cara el micrófono para que le contestara, ante la impune y dura mirada de los dos policías que me custodiaban, que no hicieron nada para evitar el acoso al que me sometieron. Visto desde su punto de vista, era lo mínimo que merecía un maltratador, por muy famoso que fuera.

En el interior de la comisaría el ambiente era bastante distendido, era domingo y estaba la cosa calmada a esas horas de la mañana. Se limitaron a tomarme los datos y a requisarme el DNI y todo lo que llevaba en los bolsillos. Me comunicaron que habían presentado contra mí una denuncia por maltrato físico contra mi acompañante, y que esperaban que ella interpusiera otra. Me dejaron hacer una llamada, que aproveché para llamar a Joan. Saltó el contestador de su móvil, y allí le dejé escuetamente explicado dónde estaba, y que viniera lo antes posible a sacarme de allí. Cuando colgué me llevaron escaleras abajo a lo que serían los calabozos, donde me encerraron con varios tipos. Me quedé en mitad de aquella amplia celda, de pie, sin saber qué hacer, si sentarme al lado de alguno de ellos, o quedarme allí. Un tipo trajeado que desentonaba bastante con el resto, y con el lugar, llamó mi atención chistándome. Al mirarlo me sonrió, y me indicó que tomara asiento a su lado. No me inspiraba mucha confianza, tenía esa mirada turbia de la gente que se pasa todo el día bebiendo, una sonrisa amarilla, y el porte de alguien tremendamente prepotente. Me lo pensé, pero al final, derrotado por la situación, me acerqué a él, y me senté a su lado.

-¡Hola amigo! – el tipo me saludó, ampliando más su sonrisa amarilla, y desparramando a su alrededor el tufo a alcohol y a tabaco que de su boca salía. Su tono socarrón con una voz cavernosa me confirmó su prepotencia. – Eres lo más normalito que me han traído esta mañana por aquí – me dijo, señalando al resto de compañeros.

-Hola. – Fue lo único que atiné a decirle, dando las gracias a Dios por no haber tartamudeado.

-Richard White – tendió su enorme, sudorosa y caliente mano hacia mí, esperando que se la estrechara.

-Germán. – Se la cogí sin mucho énfasis, y la solté en cuanto pude.

Nos interrumpió una agente de policía que apareció por allí, buscando la cara de alguien conocido entre aquella decena de hombres. Al verme y reconocerme, me dijo que la había decepcionado totalmente. Era fan de mis novelas, y verme allí por esas circunstancias, dijo que era lo último que se esperaba de mí. Y con la decepción dibujada en su rostro, y la promesa de que no me lo pondrían nada fácil mientras estuviera allí dentro, se fue de allí. Mi “nuevo amigo” no perdió detalle de la escena, y en cuanto la policía desapareció se echó a reír, dándome unos golpecitos en la espalda para consolarme.

-¡Así que a ti también te está jodiendo la vida la parienta! Son todas unas putas que no se merecen nada más que una zurra detrás de otra. – Me quedé mirándolo con asombro, mientras una oleada de indignación me revolvía las tripas. ¿Realmente existía este tipo de hombres? – A mí la mía me ha encerrado esta madrugada aquí. Total, estamos divorciados, pero sé que a esa zorra si no la caliento yo, no la calienta nadie. He ido a hacer las paces con ella, se me ha ido la mano y la he abofeteado… un poquito, y mira dónde estoy. Es que ni ella misma sabe lo que quiere. – A cada palabra que salía de su boca, más ganas me daban de levantarme de allí, cogerle del cuello y apretar hasta dejarlo inconsciente en el suelo. – Y ahora me acusa de acosarla, de amenazarla y de golpearla. Es lo que se merecen todas, ¿verdad Germán?

Se quedó mirándome, expectante, a que le diera la razón. Y al mirar a mí alrededor, varios de aquellos tipos que nos rodeaban, nos observaban también expectantes, esperando mi repuesta. Pude ver en sus ojos la misma rabia e indignación que habría en los míos, y el asco con el que nos miraban a ambos. Como impulsado por un resorte, me levanté de allí, y sin querer mirarlo le simplifiqué en dos palabras lo que pensaba de él.

-¡Estás enfermo! – No pude evitar que esa frase saliera de mi boca. No reparé en las reacciones de los demás, pero sé que Richard se levantó detrás de mí, y agarrándome fuertemente del brazo me paró en seco.

-¡Tanto como tú! Te recuerdo que estás aquí por la misma causa. La puta esa disfrazada de policía te lo ha dicho hace unos momentos. ¿Te crees mejor que yo? ¡Pues no! ¡Estamos al mismo nivel!

Tuve que controlarme. Respiré varias veces profundamente con la mandíbula apretada, y apretados también mis puños, descargando así toda la rabia que en esos momentos recorría mi cuerpo, logré desechar de mi mente las inmensas ganas que tenía de soltarme de su agarre, volverme y golpearle la cabeza hasta hartarme. Lo oí reír estridentemente detrás de mí al soltar mi brazo, y sin decir ni una palabra más, volvió a sentarse en su sitio. Yo me quedé de pie delante de los barrotes de la celda, y sin ganas de alternar con nadie más de los presentes, agarrando los barrotes, esperando un milagro que me sacara de ahí.

No sabría decir exactamente los minutos, o tal vez horas, que pasé ahí de pie, con la cabeza apoyada en los barrotes, y los ojos del malnacido de Richard clavados en mí. A mi derecha, en un rincón había un yonki apoyado en la pared, durmiendo a pierna suelta, pues los ronquidos se deberían oír hasta en la planta superior. Más allá podía ver lo que a ciencia cierta sería un chulo, todo muy repeinado y bien puesto, al estilo Torrente, pero con cara de pocos amigos. Al fondo cinco moteros que hablaban entre ellos de una pelea que habían tenido en un pub. Y a mí derecha Richard junto a un borracho que no paraba de frotarse las manos, echo un manojo de nervios tal vez pensando en la que le esperaba en casa después de una noche de borrachera, y habiendo terminado en la comisaría. Richard le daba golpecitos en la espalda como a mí antes, y sin quítame la vista de encima, le decía al pobre hombre que lo que tenía que hacer era ponerse los pantalones en su casa y no dejar que su mujer lo vilipendiase así, que dejara de ser un calzonazos y si tenía que darle alguna hostia, que no se cortara y se la diera. La sangre me hervía cada vez que oía su cavernosa voz hablar así de las mujeres, tratándolas como si fuesen objetos de su propiedad y no personas. Pero no podía dejarme llevar por la ira, a pesar de que él lo hacía para provocarme, no podía caer en su juego.

Desde las escaleras oí cómo bajaban varias personas. Un par de policías acompañados de un tipo con traje de marca, moreno, alto y bien parecido. El amigo Richard en cuanto lo vio dio un salto de su sitio y se dirigió risueño hacia la puerta, dando grandes voces.

-¡Hombre Víctor! Ya era hora de que esa loca entrara en razón y te mandara a sacarme de este agujero.

-Señor Blanco, apártese de la puerta por favor. – Enseguida le recriminó uno de los policías.

-¡Y una mierda! ¡Éste es mi abogado y viene a sacarme de esta pocilga llena de cerdos! – Bramó, agarrado a los barrotes como si de un gran simio se tratara.

-Ricardo – intervino el abogado, llamándolo por su nombre en español – he de recordarle una vez más que mi bufete rompió hace tiempo toda relación con usted, y que yo tan solo me debo a la señora Maceiras.

-Pero Víctor, ¿acaso no te ha mandado ella a sacarme de aquí después de echarme anoche a la policía encima? – su voz sonó, por primera vez, insegura.

-El letrado Del Castillo está aquí como representante legal del señor Arrallán. – Fue la policía que antes me había echado la bronca la que intervino, apareciendo detrás de los tres hombres. – Ha venido por orden expresa de la señora Maceiras a aclarar el malentendido de esta mañana en el paseo, y a interponer las denuncias pertinentes contra usted.

-¿Pero qué me estáis contando? – la furia de Richard, o mejor dicho Ricardo era ya palpable en el ambiente.

-¡Apártese de la puerta señor Blanco o nos veremos en la necesidad de usar la fuerza contra usted! – Le gritó uno de los policías, echando mano a su porra.

-O sea,… – Richard entonces me miró, con los ojos desorbitados, rozando la locura – ¿Tú eres el hijoputa que se ha estado tirando a mi mujer?

Sus manos soltaron en un movimiento imposible de seguir con la vista los barrotes, y decididamente fueron hacia mi cuello. Me quedé sin sangre en las venas, y no pude reaccionar. Resignado cerré los ojos esperando que éstas llegaran a mi cuello y me dejaran sin aire. Pero los segundos pasaban y ese mortal apretón jamás llegó. En su lugar sentí como me zarandeaban, y al abrir los ojos vi la mano de uno de los moteros en mi hombro, mientras me indicaba que saliera de allí. Los otros cuatro moteros estaban felizmente encima de Ricardo, golpeándole a gusto. Era lo que se merecía.

Al oír la puerta de barrotes cerrarse detrás de mí respiré tranquilo, y más calmado me recibió fuera la mano del letrado, presentándose. De fondo se oía a Ricardo profiriendo gritos y amenazas contra mí y los moteros, pero los policías me dijeron que no le hiciera caso, iba a pasar una buena temporada a la sombra, no solo por maltratar a su ex, sino por otros turbios asuntos.

-Señor Arrallán, soy Víctor del Castillo y mi clienta, la señora Maceiras me ha pedido que le sacara de aquí y aclarara el malentendido de esta mañana. – Me decía el abogado mientras subíamos la escalera.

-De acuerdo – fue lo primero que logré decir después de todo lo pasado.

-No se preocupe por nada, todo está ya resuelto y aclarado. Ha dado la casualidad de que su representante, Joan Bienvengut, se ha puesto en contacto con mi bufete esta mañana para sacarle de este lío, así que hemos unido las dos causas y todo está solucionado. – Llegamos al recibidor de la comisaría, y allí tres policías femeninas me estaban esperando, encabezadas por la de la bronca de esta mañana.

-Señor Arrallán, le debo una disculpa – la agente de policía estaba totalmente ruborizada, con una pose de disculpa y uno de mis libros entre sus manos.

-No tiene por qué disculparse – mi mente empezó a reaccionar, y mi parte comercial salió a flote, sacándome del estupor en el que estaba – en un caso de maltrato a una mujer, es natural reaccionar así. Si me deja su libro – lo señalé – se lo dedicaré con mucho gusto, y todo olvidado.

Las otras dos enseguida sacaron los suyos, y más con paciencia que con gusto se los dediqué. Tan solo tenía ganas de salir de allí y llegar al hotel. Al terminar con ellas, el abogado me llamó.

-Germán, ¿me permites la confianza? – Asentí con la cabeza, y él sonrió – Llámame entonces Víctor. Por favor acércate y firma estos papeles, son puro trámite para salir sin cargos de aquí.

-Es lo que más deseo, poder volver a mi hotel y darme un buen baño.

-En menos de un cuarto de hora estarás allí. ¿Ves aquel señor calvo con bigote? – miré en la dirección que Víctor me señalaba, al otro lado del pasillo. – Es Avelino, tiene órdenes expresas de la señora Maceiras de sacarte de aquí discretamente y llevarte a donde desees. Es de confianza.

-Gracias Víctor, me has servido de gran ayuda.

-No tienes que agradecer nada, Elsa se quedó muy preocupada cuando vio en el lío que te había metido, y me llamó en cuanto los de asuntos sociales la dejaron tranquila. Ella ya tiene todas las denuncias puestas contra su ex marido, el impresentable individuo que has conocido ahí abajo.

-Richard White. – Le confirmé, Víctor se echó a reír.

-Su nombre es Ricardo Blanco, pero el muy cretino desde hace tiempo lo dice en inglés, dice que le da más categoría, como si eso se ganara con el nombre.

-Es todo un misógino, a los tipos así no los deberían dejar salir a la calle.

-Además de verdad. Esta noche pasada ha estado acosando a Elsa, y ha terminado golpeándola otra vez.

-Ella es la mujer del paseo marítimo, ¿No? – pregunté, sabiendo ya la respuesta.

-Sí.

-Ya vi su cara. El desgraciado ese no tiene perdón de Dios.

-Ya está todo en manos de los tribunales, por desgracia no es la primera vez.

-Ojalá se pudra en la cárcel. – No pude evitar que esa frase, todo un deseo, saliera más de mi corazón que de mi boca.

-Yo voy a hacer todo lo que esté en mi mano para que así sea. – Sentenció Víctor mirando su reloj de pulsera. – Bueno Germán – tendió su mano hacia mí – encantado de conocerte, aunque hayan sido en estas circunstancias.

-El placer ha sido mío – le estreché afablemente su mano, y al hacerlo me encontré una tarjeta de visita esperándome.

-Para cualquier cosa que necesites si estás por la zona, ya sabes dónde tienes un amigo, y un abogado. Estoy harto de ver tu cara por toda mi casa, mi mujer es fiel lectora de tus novelas. – Sonreí ante tal comentario, y él me despidió con una estudiada sonrisa, posando su mano libre en mi hombro justo antes de soltarme la mía.

-Gracias. – Le dije sinceramente mientras asentía. Me había caído bien Víctor, se notaba que era todo un profesional, y además buena persona.

Crucé el pasillo hasta llegar a Avelino, y con un escueto “Sígame señor”, lo seguí a través de unas oficinas guiados por un policía, y de allí a otro pasillo que desembocó al garaje de la comisaría. Allí me abrió la puerta de un mercedes gris con los cristales de atrás tintados, invitándome a entrar. Subí y me acomodé en aquellos asientos de cuero negro. Avelino se instaló delante del volante, y salimos a la calle, donde ya varias docenas de periodistas la colapsaban, esperando mi salida. Agradecí aquello, no me encontraba con ánimos de luchar contra toda aquella marabunta de periodistas para desmentir las acusaciones que habían caído sobre mi persona. Avelino me sacó de mis pensamientos.

-¿Señor Arrallán?

-Sí Avelino.

-El señor Bienvengut me ha dado órdenes de llevarlo a otro hotel a las afueras de la ciudad, donde le está esperando. Los accesos del suyo están también tomados por los periodistas.

-De acuerdo, al señor Bienvengut es mejor no hacerle la contra.

Avelino sonrió mientras conducía a través de la ciudad hacia uno de los hoteles más lujosos de la zona, situado en un paradisíaco paraje.


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¿¿Aceptarán mis Damas el desafío??

24/4/11

Mi Musa, parte II (continuación)


A petición popular, desde hace unas semanas he estado con este proyecto en el tintero, intentando alargar esta historia que, en un principio iba a quedar así. Así que aquí os dejo la continuación de "Mi musa".

Puedes leer la primera parte pinchando aquí.

Me gustaría que me dejárais algún comentario, para saber si la historia os interesa, y si merece la pena que la continue, ¿Ok?

Pues aquí os dejo con, llamémosle la segunda parte de "Mi musa":

Todos los personajes aquí mencionados son ficticios, al igual que la historia. Si hay coincidencia alguna con algo de la realidad, es cosa de la casualidad.

El desencuentro

“Pasiones de guerra” había sido, tal como predijo Joan, un rotundo éxito en las pasadas navidades. La primera edición se agotó en librerías y centros comerciales en apenas dos semanas, y rápidamente tuvimos que ponernos manos a la obra para sacar la segunda edición. Había que aprovechar el tirón. Todo ello animado con múltiples apariciones mías en grandes superficies y librerías firmando ejemplares de mi 11ª novela romántica.

Pasadas ya las fechas navideñas la cosa se calmó un poco, pero yo seguía de acá para allá por todo el país. Y no quería pensar cuando en unos meses diera el salto al otro lado del charco, pues Joan ya estaba negociando con una editorial sudamericana el lanzamiento en conjunto de mis tres primeras novelas románticas simultáneamente en siete países de latinoamérica.

Si ya aquí en España era una locura, pues ni tranquilo podía salir a la calle a comprar el pan, no quería ni imaginar si llegaba a triunfar en Latinoamérica. Y la cosa no paraba de crecer, ya estaban preparadas para salir de cara a San Valentín mis dos primeras novelas traducidas al inglés. Joan había encontrado un filón conmigo y quería explotarlo, al igual que yo con él. Mientras el romanticismo sensiblero se vendiera, ahí estaría yo sacándole el máximo provecho. Ya tendría tiempo de experimentar en otros campos, como la novela policíaca o de intriga, que desde siempre me han llamado la atención.

Pero lo que me sucedió aquel día no se me iba de la cabeza. Terminé la novela de Ingrid y David sin ningún contratiempo más, y a pesar de que desde entonces ella estaba casi a diario en mis sueños, ninguno volvió a ser tan real como aquel. Si es que fue un sueño, porque ya lo dudaba. Las sensaciones de aquella experiencia, tan vívidas, fueron más reales que muchas de mis relaciones de verdad con todas las mujeres que se habían querido meter en mi cama. Las últimas atraídas por mi fama, pero, ¿A quién le amarga un dulce? Y más desde que Nadia salió de mi vida así, por la puerta de atrás y sin avisar.

Casi todas las noches, metido ya en la cama, así fuera en mi casa de campo allá en mis tierras andaluzas, o en cualquier cama de cualquier hotel de cualquier ciudad donde estuviera promocionando mi libro; tenía la extraña sensación que ella, me arrullaba pegado a mi piel, enamorándome cada vez más mientras me dejaba dulcemente en los brazos de Morfeo. Era ella la que me había llevado a la fama, la que me inspiraba, la que me hacía escribir palabra a palabra todas y cada una de mis novelas. Ella, la que me rondaba en estos momentos por la cabeza, aun estando de vacaciones, gestándose ya en mi calenturienta cabeza el embrión de mi próxima novela. Joan me había pedido esta vez una historia contemporánea, cuya protagonista fuera una simple ama de casa con una vida anodina, junto a un marido indiferente, y unos hijos adolescentes que pasaran de todo.

Y heme aquí, sentado en un banco del paseo marítimo de una ciudad mediterránea, abrigado hasta las cejas, inspirándome con la brisa salada del mar, el grito histérico de las gaviotas, y el arrullo de unas enfurecidas olas, que insistentemente luchaban por derrumbar el malecón y recuperar su territorio.

Era una soleada mañana a primeros de febrero, había helado de madrugada y el viento venía que cortaba. Sentado en el banco veía la gente pasar de aquí para allá, unos con prisas, otros dando un paseo; abuelos, parejas de enamorados cogidos de la mano, niños armando escándalo, deportistas siguiendo su ritmo, mascotas paseadas por sus somnolientos dueños; de todo lo que se pueda encontrar un soleado domingo de febrero en un paseo marítimo. Y yo camuflado con mi recio abrigo, mi boina de visera y mis gafas de sol, pues no quería que me reconocieran. Ya me había pasado en alguna ocasión. Alguna ama de casa o estudiante me había reconocido, y aunque mi fama era de poco tiempo y poco público, el tener que lidiar solo contra un grupo no muy grande de mujeres histriónicas, me había dejado agotado, con la ropa medio rota, y algunos moretones y arañazos de regalo. Hasta algún que otro bocado y tirones del pelo me habían dado.

Estaba absorto mirando a lo lejos un barquito pesquero que lentamente se acercaba al puerto, cuando una figura humana se coló en mi campo visual, apoyándose en la barandilla del paseo. “¡Genial!”, grité para mis adentros, no había más sitio a lo largo de todo el kilométrico paseo que delante de mí para ponerse a mirar las olas del mar. Resoplé, molesto, y pensando seriamente en cambiarme a otro banco donde nadie me pudiera tapar las vistas, me fijé en esa figura humana.

Había algo en ella, pues era una mujer, que desde la primera vez que posé mis ojos en su cuerpo, me llamó enormemente la atención, como si la conociera de toda la vida. Y eso que ni siquiera le había visto la cara aún. Era una mujer esbelta y alta, puede que más que yo que estoy dentro de la media nacional. Lo primero que llamó mi atención era la ausencia de su abrigo, iba en vaqueros con un escueto jersey de lana, bufanda y gorra también de lana a juego. Algunos mechones de su cabello se habían escapado de su gorra, y bailaban al son del viento, reluciendo con el sol, que le sacaba los destellos bermellones más hermosos que jamás había visto. Desde luego que era una despampanante pelirroja. Mis ojos, bajo la seguridad de mis gafas de sol, se posaron poderosamente en su trasero, era perfecto para perderse en fantasías de todo tipo con su dueña. Tal vez mi lujuriosa mirada la hizo sentiré incómoda, pues al cabo de unos minutos giró la cabeza hacia mí. También llevaba unas enormes gafas de sol tapando sus ojos, pero su boca sí que se le veía. El destello del carmín de su pintalabios llamó entonces mi atención, eran unos labios sensuales, provocadores y desde luego con una pinta de deliciosos, los que me provocaron una fugar reacción allá entre mis piernas. Si su trasero había estado caldeando el ambiente, la visión de sus labios la habían acelerado de forma imprevista. Menos mal que mi abrigo me tapaba, pues era un tres cuartos más bien holgadito. Fue entonces cuando reparé en su rostro, en lo poco que tenía a la vista de él entre su gorra y la bufanda, su pelo y las gafas. ¿Era ella, mi musa? No podía ser, ella era un producto de mi imaginación. Recordé el incidente al empezar “Pasiones de guerra”, pero aquello tan solo fue una mala jugada de mi imaginación. Y no, la imponente pelirroja que tenía delante no era ella. No podía ser.

Respiré varias veces profundamente, intentando recuperar el aliento que me faltaba. Ella, tras estudiarme durante unos segundos, los suficientes para ponerme lívido y apartar bruscamente la vista de ella, había vuelto a girar la cabeza hacia el mar, ignorando mi presencia. Fue entonces cuando reparé que en sus manos tan solo llevaba un libro, y hubiese jurado que dicho libro era un ejemplar, precisamente, de “Pasiones de guerra”. A punto estuve de saltar a su lado y presentarme, y ofrecerme para hacerle en ese ejemplar una dedicatoria firmada por el mismísimo autor, Germán Arrallán, un servidor. Pero antes de que pudiera reaccionar, ella volvió a mirarme, y un amago de sonrisa se perfiló en sus labios, ¿Me estaba sonriendo? En esos momentos su bufanda se soltó, dejando una interesante parte de su rostro y cuello al descubierto. Era ella, sin duda alguna esa mujer era la que me había inspirado en todas mis novelas. La que en ese libro que tenía entre sus manos se llamaba Ingrid Lash, o Jane Stewart en mi anterior best seller, “Nómadas de la pasión”. Era ella, y ahora se había presentado delante de mí a plena luz del día, en un paseo marítimo a los ojos de todo el mundo; con la única intención de volverme loco. Volvió a girar la cara al mar, y sin darle más importancia abrió su libro, apoyándolo en la barandilla.

¿Qué se supone que debería de hacer yo? ¿Acercarme a ella y presentarme, o salir corriendo de allí? Miré al cielo, intentando buscar una respuesta o una señal, y al no hallarla, volví a posar mis ojos sobre su trasero. Cambió el peso de su cuerpo de una pierna a la otra, y ese sensual movimiento me hizo delirar. Me pareció oir un suspiro saliendo de su boca mientras leía mi novela. Si eso no era una provocación en toda regla, es que yo estaba volviéndome loco. O tal vez esa fuera la señal que esperaba del cielo. Así que con unas fuerzas que no tengo ni idea de dónde las saqué, me levanté del banco y me acerqué a ella, dispuesto a todo.

Anduve los pocos metros que nos separaban lentamente, cruzando el paseo, y me apoyé en la barandilla a su lado. Fue entonces cuando la oí sollozar en silencio, ¿estaba llorando? Aquello me descolocó bastante, ya no sabía qué hacer, y la idea de dar media vuelta y alejarme me cruzó por la cabeza cuando giré la cabeza hacia ella, y nuestros rostros coincidieron. A través de las gafas de sol que ambos llevábamos, nuestras miradas se cruzaron. Lo sé, así lo sentí en mi interior. Al igual que el sentimiento de dolor y de querer permanecer a su lado, que no sé de donde salieron. Bruscamente ella giró su cara hacia el libro, que en contra de lo que yo pensaba, lo tenía apoyado en la barandilla sin abrir. Ahora miraba mi fotografía en la parte de atrás del libro, ¿se habría dado cuenta de que era yo? Di un paso hacia ella, en un vago intento de acercarme y consolarla, pues creí ver corriendo por sus mejillas lágrimas rebeldes, escapadas de sus ojos.

-Pe… perdona, ¿estás bien? – fue lo único que salió de mi garganta, con mi insufrible tartamudeo que se apodera de mí cuando estoy nervioso. Ella levantó del libro el rostro y me miró, negando con la cabeza.

-¡Aléjese de mí! – su voz salió rota de su garganta, llena de miedo. Me quedé petrificado en mi sitio. ¿Tanto miedo le había causado?

-Yo… yo… so… solo quería ayudarte.

Mi incontenible tartamudeo me sacó de quicio, e intentando calmarla acerqué mi mano a su brazo, para hacerle saber que no quería hacerle daño alguno. Todo sucedió tan rápido que cuando quise darme cuenta ella ya estaba en el suelo. Se hizo hacia atrás en una desesperada evasiva ante mi acercamiento, y no sé cómo tropezó y cayó al suelo. Al verse tal vez amenazada por un desconocido, empezó a gritar y llorar como una posesa. La gente del paseo empezó a mirarnos, y ante sus gritos algunos de los paseantes más osados se acercaron a ayudarla. Enseguida acudió una pareja de policías municipales. Lo primero que hicieron fue socorrerla a ella, levantándola del suelo. La llevaron al banco donde minutos antes estaba yo sentado, y la calmaron. Ella se tranquilizó, y viendo que su gorra se había caído, se quitó las gafas para poder volver a recoger su pelo con la gorra. Todos los allí presentes nos quedamos de una pieza al ver las marcas de una mano sobre su pómulo, el consiguiente derrame en su ojo, y la hinchazón de éste. Acto seguido todos los ojos de los allí presentes se giraron hacia mí, y los dos policías se me echaron encima temiendo que me escapara. No daba crédito a lo que me estaba pasando. Mientras uno de ellos llamaba al 112 y pedía una ambulancia para ella, el otro sacaba sus esposas y me pedía, de forma ruda, que descubriera mi rostro. Caí entonces en la cuenta que tal vez mi aspecto, con la cara tan tapada, fuera lo que en un principio la hiciera temerme. Pero eso no era ya lo que me preocupaba, sino lo que estaba a punto de sucederme. Me quité ante la autoridad las gafas y la boina, y enseguida un par de señoras allí paradas me reconocieron.

-¡Es Germán Arrallán! ¡Germán Arrallán! ¡El novelista! ¡Y le pega a su novia!

-¡Qué hijo de puta! ¡Tanto escribir de amor y de pasiones, y es un machista maltratador!

Fue todo lo que necesité oir para darme cuenta en el lío en el que me había metido. Enseguida apareció otra pareja de policías, y mientras éstos se quedaban con ella, los primeros ya me llevaban al coche patrulla, esposado, y haciéndome el consabido recital de “Tiene derecho a permanecer en silencio, cualquier cosa que diga podrá ser utilizado en su contra. Tiene…” Lo único que tenía, por el simple hecho de acercarme a una mujer bonita en un paseo marítimo, era un montón de problemas, y tal vez mi carrera de novelista acabada para siempre.

Mientras esperaba al lado del coche patrulla, levanté la cabeza y la miré. Ella, en ese momento miró hacia mí, y como si me hubiese reconocido, miró mi fotografía en su libro, y en su cara se dibujó la sorpresa al ver que efectivamente, era yo. Su mirada, llena de asombro y disculpas fue todo lo que necesité para darme cuenta de que ella no quería que todo eso pasase. Pero ya era tarde. Un montón de móviles ya me habían fotografiado esposado junto a la policía, y mañana saldría en la prensa, fijo.

NOVELISTA ROMANTICO AGREDE SALVAJEMENTE A SU NOVIA

Ya podía dar por acabada mi carrera. En cuanto Joan se enterara rompería todos los contratos conmigo. Suspiré mientras los dos policías me hacían subir al coche, y dando un portazo echaban al traste mi vida entera.

24/2/11

Mi Musa

Este relato lo presenté para el concurso que hizo la gran Romii en conmemoración del primer aniversario de su blog Siglos de amor, el pasado mes de diciembre. He querido traerlo a La Papelera para poder disfrutar de él, una vez más.


Todos los personajes aquí mencionados son ficticios, al igual que la historia. Si hay coincidencia alguna con algo de la realidad, es cosa de la casualidad.

MI MUSA

Mientras le daba la última calada al cigarrillo, sentado ya en mi sitio, delante del teclado y con el documento aun inmaculado; intentaba pergeñar el hilo narrativo de la historia. El personaje principal lo tenía, era ella, mi musa. Ella siempre acudía a mi mente en cuanto quería escribir algo. Y siempre era ella, la pusiera en la época que la pusiera, en las circunstancias que la pusiera, y con el nombre que fuera. Daba igual, era ella siempre. El personaje masculino sí que variaba en cada historia, aunque yo me lo imaginara en mi cabeza con mi cara, siempre perdiendo el culo por ella.
Y ahora que mi editor me había hecho un nuevo encargo ambientado en la Segunda Guerra Mundial, un romance entre un soldado herido en el desembarco de Normandía, y la enfermera que lo cuidaba, un típico de la novela romántica y el cine. Pero a Joan le apetecía verlo desde mi perspectiva, pues mi estilo romántico, profundo, con ese toque sensual que a las amas de casa encanta, y todo aderezado con mi toque andaluz; era lo ideal para sacar de cara a las navidades una nueva obra de Germán Arrallán, un apasionado escritor capaz de plasmar esa pasión en cada escrito. Todo un maestro en unir pasión y escritos en unas cuantas hojas mecanografiadas. La especialidad del genial Germán Arrallán, un servidor.

Al aplastar la colilla en el cenicero que tenía en mi mesita auxiliar, me vino la deseada inspiración, siempre de manos de mi musa particular.
El soldado,… David Sunfish, un apuesto muchacho joven de algún recóndito estado de Norteamérica, había sido herido en diversas partes del cuerpo, y la cara con metralla de una granada de mano, y había perdido temporalmente la visión,… ¡sí! Me gustaba esa trama. Y entonces aparecería ella, con una voz más que sensual, con cierto matiz lujurioso dependiendo de las palabras que fuera pronunciando, y sobre todo haría destacar un fuerte lazo de unión con el soldado creado por ella al recordarle a alguien de su pasado. Me iba gustando la historia. A él le volvería loco esa voz, lo primero que percibiría de ella hasta que no recuperara la vista. Porque al ser su enfermera ese lazo de unión se iría estrechando a pasos agigantados, sin tapujos. E iría creando el romance a partir de esos lazos, matizando en todas las situaciones posibles esa creciente relación entre ambos.
Conforme la historia iba avanzando me la iba imaginando a ella, esta vez se llamaría… Agnes,… no, sonaba a mojigata, demasiado casta, y yo buscaba una mujer que a través de su voz despertara fuego en el soldado. Ingrid. Buscaba para mis personajes nombres fáciles de recordar, a poder ser de dos o tres sílabas, llamativos y con personalidad propia. De siempre me ha gustado ese nombre, y no lo había utilizado nunca. Sí, Ingrid Lash, la enfermera Lash, un nombre más que sugerente, sobre todo para un muchacho asustado que nunca había ido más allá de su pueblo natal, herido, sin el sentido de la visión, y con un corazón en el pecho disponible para la primera damisela que hiciera méritos de ganárselo. Ella sería una misteriosa chica del extrarradio de Dublín, osada, siempre dispuesta para echar una mano, y todo aderezado por esa filosofía de vida de los irlandeses que tanto me gusta.
Ahora ya sí podía cerrar los ojos e imaginarme en la cama de un hospital, con los ojos vendados, privado de la vista; y con ella, con Ingrid a mi lado dándome todos los cuidados pertinentes para mi pronta recuperación. No sé cómo lo hacía, pero en cada historia que me sumergía con ella, las sensaciones eran tan vívidas al cerrar los ojos e imaginarla, que en muchas ocasiones me creía capaz de alargar la mano y tocarla.
Y ésta no era una excepción. Al cerrar los ojos delante de la pantalla donde letra a letra iba hilvanando su historia, me sentía tumbado en la cama con la cara vendada, todo mi cuerpo magullado, y ella a mi lado cuidándome. Percibía su olor a desinfectante revuelto en una sugerente fragancia de rosas y jazmín, y un minúsculo toque de vainilla, mi favorito, que ella siempre llevaba. Sentía sus manos, suaves, calientes, recorrer con urgencia y delicadeza mi cuerpo mientras me aseaba, con cuidado de no hacerme daño en las heridas que cubrían mi cuerpo. Y su voz, segura de sí misma, autoritaria, sensual, provocativa, y sobre todo maternal; avisándome de todo lo que me iba haciendo para no pillarme desprevenido y no asustarme ni dañarme. Así yo también hubiese querido ir a la guerra y caer herido.
Rápidamente abría los ojos y empezaba a aporrear con urgencia las teclas de mi pc, siguiendo los dictados de mi corazón al sentirse en manos de ella, mi musa, esta vez con un sensual uniforme de enfermera del ejército inglés en la Segunda Guerra Mundial, y atendiendo al nombre de Ingrid.
Conforme pasaban las horas y el sol se dirigía inevitablemente al ocaso, escena que yo notaba desde mi posición al ver las sombras moverse, y paulatinamente alargarse, la historia entre David e Ingrid iba tomando cuerpo, creciendo fuertemente, fraguándose entre las agonías de una cruenta guerra y la promesa de un futuro juntos, tal y como le gustaba a mis lectoras, un final feliz, comiendo perdices.
La historia había calado profundamente en mí. Era de esas que se escribían solas, como si mis manos fueran poseídas por una fuerza invisible que no las dejaran parar de escribir tecla a tecla. Mientras ellos iban descubriendo su amor, y la pasión que los embargaba en cada encuentro fortuito que tenían, primero en el hospital, y más adelante fuera de él. Con mi despacho ya a oscuras, iluminado tan solo por la pantalla del pc, el cansancio y el sueño fueron adueñándose de mi cuerpo. Empecé a dar cabezadas, la historia ya no fluía a la velocidad de antes, y mis manos se iban quedando quietas encima de las teclas. Los ojos se me cerraban, pero siempre con una nítida imagen presente: ella. Ingrid Lash, con su impoluto uniforme blanco, los labios, sensuales, apretados, el ceño fruncido, y la alegría apenas contenida en sus ojos, mientras miraba a David. No sé cómo llegué al sofá de mi despacho, ni cuándo me venció el sueño. Lo que sí sé es que unas suaves manos de uñas largas me despertaron de mi letargo. Con sorpresa me encontré con algo atado a mi cabeza que me impedía ver, y cuando fui a quitarme eso que me tapaba los ojos, una sensual voz de mujer me lo impidió.

-Germán, no te quites las vendas de los ojos. Aun no estás curado del todo. – Esas suaves manos me impidieron destapar mis ojos, dejándome algo confuso.
-¿Pe... pe... pero qué…? ¿Quién eres?... ¿Qué... qué pasa? – intenté levantarme, y las mismas manos me empujaron delicadamente para impedírmelo. Entonces me di cuenta de que no estaba en el sofá de mi despacho, sino en una cama, bastante incómoda, por cierto.
-Nada cielo, no te preocupes, estás en buenas manos.
-¿En buenas manos? ¿Qué…?
-¡Shhhhh! Calla amor o despertarás a los demás heridos. – Un sedoso dedo envuelto en su fragancia de rosas y jazmín, con un toque de vainilla, se posó dulcemente sobre mis labios, acallándolos, repasando con la yema su contorno. – Tenemos un ratito antes de que despierten de la siesta, ¿no te gustaría aprovecharlo? – Esa voz, tan sensual, era exactamente igual a la que en mi imaginación le había puesto a mi musa. ¿Acaso… sería ella?
-¿In... Ingrid? ¿Eres tú?
-Claro tonto, ¿Quién si no? – tras confesármelo, su alegre risa, despreocupada, repiqueteó a mi alrededor, mientras sentía cómo se me subía encima, empezando a repartir por mi cuello miríadas de besos, cortos, urgentes. Sus manos ya se habían colado por debajo de mi ropa, acariciando una de ellas mi abdomen, y la otra acercándose peligrosamente hacia mi entrepierna. Me puso nervioso, y mientras intentaba apartarla, mi cuerpo reaccionaba alegremente por su cuenta ante tal envite.
-Pero… pero… es… esto no puede estar pasando… ¡tú no eres real! – le decía casi tartamudeando, intentando quitármela de encima.
-¿Importa eso ahora? Tú me has creado. Dime, ¿Qué hombre desprecia un encuentro real con la chica de sus sueños? – Me susurraba pícaramente al oído mientras desabrochaba los botones de mis pantalones, dispuesta a liberar en todo su esplendor toda mi masculinidad. – Germán llevamos muchos años juntos. Por muchas vidas que me inventes, muchos hombres que pongas en mi camino, yo siempre vuelvo a ti, porque te pertenezco. Quiero ser tuya en todos los sentidos. Vamos amor, déjate llevar. – Con esas palabras sentí sus manos directamente sobre mis partes, y a pesar de experimentar las sensaciones más placenteras que jamás había vivido, no pude evitar dar un respingo en la cama, y soltarme de ella con un grito.
-¡NO!

Abrí los ojos de golpe, sobresaltado. Estaba en la penumbra de mi despacho, sentado en mi silla con la cabeza colgando hacia delante. Fuera era noche cerrada, y la pantalla del pc estaba oscurecida por el salvapantallas. No tenía ni idea de la hora que era, ni del tiempo que había permanecido allí dormido, pero lo que sí tenía era una dolorosa tortícolis al quedarme dormido allí. También noté algo fuera de lo normal en mi entrepierna. Esa erección que segundos antes tenía en mi sueño, era real. Incómodo, busqué a tientas el ratón del pc para moverlo y que se iluminara la pantalla para poder ver algo. Al moverlo la pantalla se iluminó, y varios renglones más abajo de donde había dejado mi historia, me encontré una frase:

“Tú te lo has perdido, tonto”